Bajo la
sombra de rankings y relojes, una niña andina sostiene con la mirada lo que
muchos sienten y pocos dicen. En sus ojos, la tristeza de un aula que olvida el
corazón del pueblo. No está sola: miles resisten en silencio, soñando con una educación
que abrace la vida y no la competencia.
Educación bajo presión: del saber al
rendimiento en la era del capital humano
Por: Alberto Kok
“Ya no se estudia para comprender el
mundo, sino para rendir en él.” Esta frase, que podría
sonar pesimista, refleja una transformación profunda y silenciosa que atraviesa
los sistemas educativos contemporáneos: la conversión del saber en capital, del
alumno en producto, y del aprendizaje en una carrera de obstáculos hacia la
empleabilidad. En plena era neoliberal, la educación se ve arrastrada por la
lógica de la aceleración, la competencia y la eficiencia, dejando atrás su
potencial emancipador.
De la escuela como espacio de formación
crítica a la fábrica de competencias
El discurso dominante sobre educación ya no gira en
torno al conocimiento, sino a la formación de capital humano. Esta
expresión, cada vez más común en políticas públicas, organismos multilaterales
y discursos empresariales, redefine al estudiante no como sujeto de derechos,
sino como inversión con retorno económico. Lo que importa no es qué aprendemos,
sino cuánto sirve al mercado.
Este giro implica un cambio de paradigma: las
habilidades “útiles” (digitales, comunicativas, resolutivas) desplazan a los
saberes reflexivos, históricos o filosóficos, que son percibidos como
“improductivos”. Se impone la lógica de la empleabilidad, medida en tasas de
inserción, productividad y adaptación. El resultado es una escuela
funcionalista, cuya principal tarea es producir individuos listos para el
cambio constante, no para interrogar sus causas.
La tiranía de los rankings y la evaluación
permanente
Las métricas ocupan un lugar central en este modelo.
Evaluaciones estandarizadas, rankings internacionales (como PISA) y auditorías
educativas se presentan como instrumentos de “mejora”, pero en realidad
configuran un régimen de control y competencia. Las escuelas compiten entre sí,
los docentes son evaluados como ejecutivos, y los estudiantes aprenden que todo
debe ser cuantificado.
Este énfasis en el rendimiento genera ansiedad,
exclusión y una pedagogía del miedo: el error ya no es parte del aprendizaje,
sino amenaza a la eficiencia. Las aulas se convierten en espacios de presión,
donde el tiempo apremia y el currículo se acelera. ¿El resultado? Aprender se
vuelve una tarea mecánica, desconectada del deseo, la curiosidad y la
construcción de sentido.
El alumno como emprendedor de sí mismo
Este modelo educativo no solo transforma los
contenidos, sino las subjetividades. El estudiante debe aprender a “gestionar”
su talento, a “vender” su perfil, a construir una marca personal. Desde
temprana edad, se le entrena para un mercado laboral incierto, volátil y
competitivo. La resiliencia, la proactividad y la adaptación se convierten en
valores centrales, desplazando la solidaridad, la cooperación o la capacidad
crítica.
La figura del “emprendedor de sí mismo” reemplaza al
ciudadano. La educación se privatiza desde dentro: no solo por la proliferación
de escuelas de negocio o universidades con lógica empresarial, sino porque se
espera que el individuo asuma los costos de su formación, su fracaso y su
“éxito”. Quien no se adapta, queda atrás. Quien no rinde, sobra.
La trampa del discurso innovador
Muchos de estos cambios se presentan bajo el lenguaje
de la innovación: educación 4.0, competencias del siglo XXI, metodologías
activas, etc. Pero más que democratizar el saber, muchas de estas propuestas
refuerzan la desigualdad, al priorizar formas de enseñanza costosas,
tecnológicas y centradas en el “alto rendimiento”. Además, ocultan la pregunta
fundamental: ¿para qué educamos?
El problema no está en la innovación per se, sino en
su dirección. Una educación realmente transformadora no se limita a preparar
para el mercado, sino a formar sujetos capaces de cuestionarlo. Sin embargo, en
el régimen actual, pensar críticamente se vuelve subversivo, y lo subversivo se
penaliza.
Alternativas: reapropiarse del tiempo y
del sentido
Frente a este modelo mercantil de educación, emergen
propuestas que buscan recuperar el tiempo lento del aprendizaje, la centralidad
del vínculo pedagógico y el derecho a un saber no instrumental. Escuelas
democráticas, pedagogías críticas, movimientos por la descolonización del
conocimiento, redes de educación popular: todos ellos reivindican una educación
que no corra, que no mida, que no excluya.
También se discute la reducción de la carga escolar,
el abandono de las pruebas estandarizadas, y el fortalecimiento de contenidos
humanísticos como parte integral de la formación. Porque la educación no es un
medio para otro fin, sino un fin en sí mismo: una práctica de libertad, como
decía Paulo Freire.
Conclusión
El neoliberalismo no solo transforma los sistemas
económicos: también penetra las aulas, reformateando el sentido de educar. En
lugar de formar sujetos críticos y solidarios, se fabrica mano de obra flexible
y ansiosa. Y, sin embargo, resistir es posible. La batalla por la educación es
también una batalla por el tiempo, por el sentido y por la posibilidad de
imaginar un mundo distinto.
Repensar la educación es, en última instancia,
repensar el futuro. Porque si educar es preparar para la vida, la pregunta es
inevitable: ¿qué tipo de vida queremos preparar?
Comentarios
Publicar un comentario