De barcazas a vuelos low cost: la migración en tiempos de globalización

 

"De las barcazas a las fronteras modernas: ayer y hoy, las migraciones siguen marcadas por el desarraigo, el coraje y la esperanza de un futuro mejor."

 

De barcazas a vuelos low cost: la migración en tiempos de globalización

Por: Alberto Kok

Cada vez que pienso en lo fácil que resulta hoy trasladarse de un punto a otro del planeta, no puedo evitar evocar aquellas imágenes que el cine, la televisión o la literatura nos legaron sobre los migrantes europeos del siglo XIX y principios del XX. Hombres y mujeres apretujados en barcos malolientes que emprendían larguísimos viajes hacia el "Nuevo Mundo", despojados de casi todo salvo la esperanza. Aquel "Vámonos a hacer las Américas" condensaba tanto la desesperación como la ambición de quienes abandonaban Europa con la ilusión de un futuro mejor al otro lado del Atlántico.

Los viajes eran tan duros como largos. Permitían forjar amistades, romances, redes de solidaridad que amortiguaban la incertidumbre. Pero también había sombra: robos, violaciones, enfermedades y muertes que quedaban sepultadas en el fondo de ese océano que algunos osaban llamar “el charco”. La comunicación con las familias que quedaban atrás era lenta y costosa: cartas que tardaban semanas, telegramas que comprimían emociones en unas pocas palabras. Volver no era una opción. Migrar era una ruptura definitiva, incluso para el descanso final.

Hoy, la migración ha cambiado de forma, pero no de fondo. Vivimos en un mundo que se mueve: capitales, mercancías, servicios y, por supuesto, personas. Gracias al transporte moderno y a las tecnologías de la información, las distancias se acortan, y aunque las políticas migratorias se vuelven cada vez más restrictivas, millones de personas siguen cruzando fronteras, muchas veces sin papeles, pero no sin razones. La migración contemporánea está íntimamente ligada al proceso de globalización que estructura el mundo actual.

Un vistazo a los datos demográficos revela una verdad ineludible: los países del sur tienen poblaciones jóvenes y en crecimiento; los del norte, envejecidas y en retroceso. A esto se suman las desigualdades estructurales, profundizadas por siglos de saqueo colonial y prolongadas hoy bajo otras formas: deuda externa, dependencia tecnológica, desigual intercambio comercial y extractivismo. Este último, presentado muchas veces como modelo de desarrollo, genera desplazamiento, acapara tierras, contamina ecosistemas y socava las economías locales. La explotación intensiva de recursos naturales —minerales, petróleo, agua, agroindustrias— produce riqueza para unos pocos, pero pobreza estructural para muchos. Es la paradoja de territorios ricos con poblaciones pobres, obligadas a migrar por falta de horizontes.

Millones de personas huyen no solo de la violencia directa, sino de la violencia económica, de la ausencia sistemática de oportunidades laborales, educativas o sanitarias. Se marchan porque no pueden quedarse. Porque quedarse, para muchos, es otra forma de desaparecer.

Todo indica que los flujos migratorios no solo no se detendrán, sino que se intensificarán. Por eso, los intentos por contenerlos con muros, vallas o discursos punitivos están condenados al fracaso.

Pero hay más: la migración también está marcada por la violencia política. Las guerras, los golpes de Estado, las persecuciones religiosas, étnicas o ideológicas siguen siendo motores fundamentales del desplazamiento humano. Desde los conflictos interminables en Siria, Yemen o Sudán del Sur, hasta las recientes guerras en Gaza o Ucrania, pasando por las dictaduras emergentes o enquistadas en América Latina, África o Asia, millones de personas huyen no por elección, sino por necesidad.

En este contexto, es imposible ignorar la responsabilidad —directa o indirecta— de potencias globales como Estados Unidos. Su historial de intervenciones militares, apoyo a regímenes autoritarios y promoción de intereses geoestratégicos ha contribuido a desestabilizar regiones enteras. Desde Centroamérica hasta Oriente Medio, la política exterior estadounidense ha sido, en muchos casos, una causa estructural del éxodo. Y mientras siembra inestabilidad o promueve tratados comerciales que arrasan con economías locales, su frontera sur se convierte en escenario de criminalización, detención masiva y rechazo sistemático.

El caso de los refugiados políticos y solicitantes de asilo deja al descubierto una verdad incómoda: muchas veces, migrar no es un acto de esperanza, sino una huida desesperada. Minorías religiosas perseguidas, disidentes políticos, periodistas acosados, defensores de derechos humanos amenazados... todos forman parte de una migración silenciada, a menudo ausente de las estadísticas oficiales, pero profundamente presente en la realidad global. La migración forzada es uno de los mayores dramas humanitarios de nuestro tiempo.

Frente a esto, más que cerrarse en políticas de contención o muros físicos y legales, los gobiernos y las organizaciones internacionales deberían comprender que la migración puede ser una fuerza transformadora. Pero para ello es imprescindible invertir en capacidades institucionales y humanas que permitan a las sociedades —y a los propios migrantes— cosechar los frutos de su aporte.

El verdadero reto es gestionar la migración desde un enfoque de derechos humanos, facilitando canales legales y seguros, y promoviendo marcos de cooperación entre países de origen, tránsito y destino. Gestionar no es reprimir: es planificar, acompañar, integrar.

Muchos países que durante el siglo XX fueron emisores de migrantes —como España, Italia, México e incluso Perú— hoy se han convertido en países receptores. Esto exige un cambio de paradigma: ya no se trata solo de proteger a los nacionales que migran, sino de construir políticas inclusivas para quienes llegan. El chip debe cambiar.

También se desvanece la narrativa que presentaba a los migrantes como personas del sur que van al norte. Hoy existen importantes flujos dentro del propio sur global, e incluso entre países del norte. El mapa migratorio es cada vez más complejo, más entrelazado, más desafiante.

El cambio climático ha añadido una dimensión trágica. Sequías, inundaciones y fenómenos extremos desplazan comunidades enteras, sobre todo en regiones con menor capacidad institucional de respuesta. Y, paradójicamente, quienes menos contaminan y menos recursos tienen, son quienes más sufren sus efectos. Mientras tanto, los países que más han contribuido al deterioro ambiental —principalmente los del norte global— son también los que más se resisten a abrir sus fronteras.

A esta complejidad se suman las crisis económicas en los países desarrollados. Con el desempleo en aumento, algunos sectores perciben a los migrantes como competidores por empleos, servicios y recursos. Y en ese caldo de cultivo fermentan el racismo, la xenofobia y el nacionalismo excluyente.

La clase política, en muchos casos, no ha estado a la altura. En lugar de liderar con principios, muchos dirigentes optan por explotar el miedo al “otro” con fines electorales. Se cosifica al migrante, se le reduce a cifra, a amenaza, a instrumento. Se le usa y se le descarta. Así, el discurso de los derechos humanos y la solidaridad cede ante el cálculo frío y el populismo reaccionario.

Y, sin embargo, aún es posible revertir esta tendencia. Si los Estados construyen capacidades sólidas —como sugiere la Organización Internacional para las Migraciones—, si se promueven políticas basadas en evidencia y derechos humanos, y si se trabaja para desmontar los prejuicios, la migración puede consolidarse como una fuerza positiva para el desarrollo humano y social.

No se trata de idealizarla. Migrar sigue siendo un acto de ruptura, muchas veces doloroso, más impulsado por la necesidad que por el deseo. Pero sí se trata de no criminalizarla, de no demonizar a quienes migran, de no hacer del extranjero el chivo expiatorio de nuestros fracasos colectivos.

En un mundo en constante movimiento, tal vez el mayor error sea seguir pensando la migración como una anomalía, en lugar de asumirla como parte estructural de nuestra realidad global. Lo que está en juego no es solo el futuro de los migrantes, sino el tipo de sociedad que estamos dispuestos a construir.

“Levantar muros puede detener cuerpos, pero nunca detendrá esperanzas.”

 

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